Aníbal Margarita

El humo se esfuma en una brisa cegadora y las agujas del reloj no dejan de girar, el tiempo no tiene noción ni conciencia de el dolor que causa al pasar. El arcoiris de de repente se vuelve monocromático, la vida por un instante deja de existir, la amargura se vuelve dulce, no hay más penas ni sufrir.
Aníbal camina despacio por una calle soleada en Capital, disfrutando el día rojo carmesí, rogando que la noche no lo vuelva a encontrar, pidiendo a gritos callados que Margarita no lo vuelva a transformar.
Llegadas las doce en punto, todo vuelve a su lugar, el arcoiris desaparece, Aníbal también. La noche invade a Margarita y ella sale a trabajar, a dejar todo todo por un par de pesos, a hacer de cuenta que s mujer. Deja su alma en el baúl de un coche, otro más para su colección, camina un poco, mira la hora y se pregunta cuanto (ó cuantos) más para terminar por hoy. Pide fuego en su esquina, se fuma un pucho y vuelve a ver, la paran cuatro, cinco autos, no queda otra que aguantar.
Heridas abiertas, ríos de sangre en una zanja, noches violentas con mucha milonga, bailes blancos de poder.
Sale el sol en Buenos Aires, y él o ella se va a dormir, son casi las seis de la mañana, volvió Aníbal, podes sonreír.

Soledad

El tren partió diez minutos tarde, igual que su destino. La desesperanza de esperar vidas ajenas que nunca llegan la acobardó violentamente en el rincón de los sueños perdidos y la dejo abandonada en aquel callejón sin luz, lleno de soledad, donde segundo a segundo oscurecía cada vez más y la salida parecía alejarse a cada paso que daba. Con el último manojo de fuerza que le quedaba decidió dar un manotazo de ahogada, pero no le sirvió de nada, el vaso de volvió a llenar de vodka, y ella quedó ahí, sola, sin ningún brazo donde apoyarse, naufragando en su propio río de lamentos.
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